El pasado sábado, 5 de junio, Gorafe volvió a apagar su alumbrado público para abrazar el cielo estrellado de la mano de Turismo Astronómico, durante las XX Jornadas de Astroturismo «Cielos de Gorafe». A pesar de las tormentas de la tarde, este pequeño pueblo situado en el corazón del Geoparque de Granada acogió una vez más a un buen número de visitantes que llenaron su casa de la cultura para escuchar la tradicional conferencia de Miguel Ángel Pugnaire (El Nido del Astrónomo), que en esta ocasión versó sobre geografía celeste: un fascinante recorrido desde el disco del Sistema Solar hasta la estructura en esponja del universo a gran escala. Como de costumbre, al caer el Sol montamos nuestros telescopios en la plaza que hay sobre el Centro de Interpretación del Megalitismo, bajo un cielo todavía cubierto de nubes. La estrella de la sesión de observación sería el flamante telescopio Celestron EdgeHD 14″ (355 mm de apertura) que desde AstroNatura hemos suminisatrado a Turismo Astronómico para su instalación en el futuro Complejo Astronómico Los Coloraos, y que vería su primera luz esa misma noche en cuanto el cielo se despejara. Finalmente, las nubes terrestres se fueron retirando para cederle el protagonismo a las nubes galácticas y permitir que el nuevo telescopio entrara en acción, deleitando a los asistentes con asombrosas vistas de estrellas dobles, cúmulos globulares, nebulosas planetarias y galaxias remotas.
A lo largo del verano, el pueblo de Gorafe volverá a apagarse en repetidas ocasiones para encender sus estrellas y que podamos contemplarlas en todo su esplendor, alejados de grandes núcleos de contaminación lumínica, como lo han hecho desde el Neolítico los pobladores de este singular enclave. Las próximas jornadas de astroturismo en Gorafe durante lo que resta de año tendrán lugar en las siguientes fechas: 17 de julio (Especial Luna), 13 de agosto (Especial Perseidas) y 11 de septiembre (Hacia el Equinoccio de Otoño).
Muchas veces imaginas la composición de una foto y empiezas a estudiar la posibilidad de materializarla en una imagen real. Escudriñas el mapa mirando la dirección aproximada en la que tienes que disparar para conseguir el encuadre y buscas un sitio favorable donde montar el telescopio a una distancia suficiente para capturar la Luna bien grande elevándose -o posándose- sobre el castillo. Pero entonces llegas al lugar para descubrir sobre el terreno que el ángulo de visión que necesitas es imposible desde tal distancia, o simplemente las nubes aparecen por el horizonte en el momento (in)oportuno para robarte el encuentro de nuestro gran satélite con el castillo. Otras veces, sin embargo, encuentras un sitio ideal para capturar el momento y haces un puñado de fotos estupendas con un cielo completamente despejado. Aún así, puede que te des cuenta de que si vuelves a intentarlo al día siguiente tendrás la oportunidad de conseguir una estampa incluso mejor, con la Luna más crecida, completamente llena, contrastando mucho más contra un cielo que raya el crepúsuculo. Así que vuelves y montas de nuevo tu telescopio, aunque te encuentras que ese día las nubes sí quieren ser protagonistas; pero al final resulta que no han venido para arruinar tu foto sino más bien lo contrario: realzan la escena añadiendo un poco de dramatismo y complementando el paisaje con el celaje.
La imagen que comparto aquí fue tomada a mediados de junio de 2019 en La Calahorra (Granada), en torno a una distancia de 1,5 kilómetros del castillo, empleando el estupendo telescopio 80ED de Sky-Watcher con el reductor de focal 0,85x específico de la misma marca, para funcionar como un teleobjetivo de 510 mm f/6,4 con la cámara EOS 6D de Canon, que equipa un sensor de formato completo (full frame). Este telescopio refractor de 80 mm de apertura y 600 mm de distancia focal cuenta con un doblete de lentes cuyo elemento de tipo crown (baja dispersión) está hecho con vidrio FPL-53 de la reputada firma alemana Schott. El sistema de lentes reductoras de la distancia focal empleado cumple, además, la función de aplanar el campo, lo que lo convierte en un complemento necesario para obtener capturas de alta nitidez hasta los márgenes, especialmente en full frame, más allá de acortar los tiempos de exposición. El Sky-Watcher 80ED es un telescopio de peso moderado (unos 2,5 kilos) pero con una longitud superior a 60 centímetros que hace aconsejable montarlo en un trípode bastante sólido, teniendo en cuenta además lo que engorde con la cámara y otros complementos que le carguemos.
El castillo de La Calahorra es una fortaleza renacentista singular, que atrapa tu mirada cada vez que pasas por el tramo de la autovía A-92 entre Guadix y Almería, con el marco privilegiado de Sierra Nevada inmediatamente detrás. Fue construida a principios del siglo XVI por el primer marqués del Zenete sobre una colina desde la que dominaba majestuosa el marquesado -hasta que las formidables minas de Alquife le robaron protagonismo-, empleando para su ornamientación interior a artistas italianos, así como elementos de mármol de Carrara y otras piedras traídas desde Italia.
Hay momentos en que notas un ambiente especialmente favorable para capturar una imagen perfecta tal cual la registra en crudo la cámara, con el Sol de la mañana creando interesantes juegos de luces y sombras, y el aire calmado, fresco aún, brindándote una gran nitidez de imagen desde una distancia considerable. Entonces, solo es cuestión de que algún caprichoso pajarillo entre en escena para posarse en un sitio apropiado, durante el tiempo suficiente para encuadrarlo y enfocar el telescopio. Uno de esos momentos durante la primavera pasada me permitió capturar esta foto, protagonizada por un precioso herrerillo capuchino en la Sierra de Huétor (Granada), empleando el telescopio Celestron C90 Mak a modo de teleobjetivo de 1250 mm f/13,9 con la cámara Sony A6300, de formato APS-C, que equivaldría a trabajar con un teleobjetivo de unos 1900 mm en full frame.
El C90 Mak de Celestron es un telescopio versátil, interesante para observación y fotografía de fauna salvaje, porque ofrece una gran calidad de imagen en un formato compacto y ligero, con la capacidad de enfocar desde poco más de cuatro metros de distancia. Está dotado de una óptica Maksútov-Cassegrain de 90 mm de apertura y 1250 mm de longitud focal apta para observación astronómica de altos aumentos, sin mostrar aberraciones notables, aunque con el inconveniente de carecer de profundidad de campo cuando se usa como telescopio terrestre. El nivel de viñeteo es aceptable -máxime si tenemos en cuenta su precio asequible- usándolo como teleobjetivo con cámaras de formato APS-C o menor montadas a foco primario (sin elementos ópticos intermedios). Sin duda, el C90 Mak es uno de mis telescopios favoritos para salir a fotografiar aves… y el herrerillo capuchino uno mis pájaros favoritos.
El herrerillo capuchino (Lophophanes cristatus) es un ave muy pequeña (menos de 12 centímetros de longitud), inquieta e inconfundible por su llamativa cresta. Pertenece a la familia de los páridos (Paridae), como los carboneros, y es un habitante común de nuestros pinares. Se alimenta de arañas e insectos, así como de semillas durante el invierno.
No, esto no es otro artículo más para contaros historias sobre una Luna «rosa» supergrande -el título es solo el último gancho periodístico con que nos han sorprendido a los aficionados a la astronomía-; me voy a limitar a compartir con vosotros una foto de la última Luna llena (durante la madrugada del martes al miércoles, 8 de abril) que saqué con uno de mis telescopios, y daros unas pinceladas sobre algunos de los accidentes lunares más destacados que podemos observar en plenilunio con cualquier telescopio, o incluso con unos prismáticos convencionales. Para los aficionados a la fotografía, comentaré que la imagen está captada con una cámara Canon EOS 6D (full frame) acoplada a foco primario en un clásico telescopio Celestron C8 (Schmidt-Cassegrain f/10 de 8 pulgadas de diámetro), que funciona como un teleobjetivo de 2.032 milímetros de distancia focal; la foto es de una sola exposición de 1/125 segundos con ISO 50. Por cierto, la Luna se encontraba a más de 357.000 kilómetros de distancia en el momento de la captura, pasado ya su perigeo (máximo acercamiento a la Tierra en su órbita elíptica).
Pues bien, nos vamos a fijar esencialmente en los cráteres Plato, Aristarchus, Copernicus, Grimaldi y Tycho, así como el Mar de las Crisis (Mare Crisium, como se lo denomina oficialmente, en latín). Si colocamos el puntero sobre la imagen de la superluna aparecerán señalados estos puntos de interés, así como los puntos cardinales, y si pinchamos sobre ella veremos la fotografía en su tamaño original, sin recorte.
Plato, que destaca con su fondo plano y oscuro en la región superior de la cara visible de la Luna, no se llama así porque se pueda asemejar a un plato -¡aunque gracias a ello jamás olvido su nombre!-, sino que fue llamado así en honor al archiconocido filósofo de la Antigua Grecia Platón (Plato, en latín). Se trata de un vetusto cráter de unos 100 kilómetros de diámetro delimitado por paredes irregulares, que pudo formarse hace más de 3.800 millones de años. Dichas paredes presentan algunos derrumbamientos claramente visibles con telescopio y picos que llegan a elevarse hasta 2 kilómetros sobre el fondo del cráter. Plato está relleno de lava solidificada (basalto) que le da la apariencia de un gran lago negro en calma, pero si tenemos la posiblidad de poner aumentos altos en un buen telescopio cuando la luz solar incide con una inclinación favorable -no con el Sol cayendo a plomo sobre la Luna llena, sin arrojar sombras-, podemos llegar a apreciar varios cratercillos de menos de 3 kilómetros de diámetro salpicados por el suelo liso.
Al contrario que Plato, Aristarchus (Aristarco) nos llama poderosamente la atención en la Luna llena por su elevado brillo, presumiendo de ser el cráter de gran tamaño con mayor albedo (proporción de radiación reflejada). Aristarchus resplandece tanto porque es una formación joven, con una edad aproximada de 450 millones de años, y el bombardeo incesante de rayos cósmicos, viento solar y micrometeoritos no ha tenido tiempo suficiente de desgastarlo y cubrirlo de una pátina mortecina. Su contemplación al telescopio con aumentos altos resulta sencillamente espectacular: una prominente cavidad con más de 3,5 kilómetros de profundidad y unos 40 kilómetros de diámetro, de contorno casi poligonal con terrazas que descienden hasta una llanura en cuyo centro emerge una montañita, fruto del rebote del impacto que horadó el cráter, para marcar el punto más brillante de Aristarchus. Por cierto, recordemos que Aristarco fue un astrónomo de la Antigua Grecia que concibió el primer modelo heliocéntrico del que tengamos constancia, colocando el Sol en el centro del universo conocido y la Tierra orbitando a su alrededor.
Y dieciocho siglos después, Copérnico (Copernicus, en latín) formuló su teoría heliocéntrica del Sistema Solar para desterrar definitivamente nuestra concepción geocéntrica del mundo. Tal contribución a la astronomía moderna bien mereció que se diera su nombre a un cráter lunar tan formidable como Copernicus, el «ojo de la luna». Esta formación presenta un accidentado perímetro hexagonal y tiene un diámetro superior a 90 kilómetros, con sus paredes interiores dispuestas en varias terrazas hasta una profundidad próxima a 4 kilómetros respecto al borde del cráter. Sobre la zona central del suelo de Copernicus varias montañas se elevan hasta una altura superior a 1 kilómetro. Una característica red de marcas radiales enmarañadas que emanan del cráter, notablemente más claras que el terreno circundante bajo la iluminación cenital del pleniluno, delatan la excasa antigüedad de Copernicus; se trata de los materiales esparcidos en derredor de esta depresión por el violento impacto que la excavó. Su edad se estimó próxima a 800 millones de años, mediante la datación radiométrica de muestras de dicho material eyectado que fueron recogidas por la misión Apollo 12. Este cráter, junto al ya comentado Aristarchus, se localiza en el Océano de las Tormentas (Oceanus Procellarum), que como todos los mares lunares (maria) no es más que una enorme cuenca de impacto -un cráter monstruoso-, tan profunda y primitiva que afloró la roca todavía fundida del interior de la Luna temprana para rellenarla completamente de lava.
Circundando los mares lunares, como si de auténticos continentes se tratara, vemos las tierras altas o, simplemente, terrae (tierras), compuestas por materiales más claros que el basalto de los maria. Inmerso en estas tierras junto al extremo occidental del disco lunar destaca Grimaldi, un cráter antiguo muy erosionado, de escaso relive, y relleno de lava. Aunque lo veamos tan de soslayo, la oscuridad y la amplitud de su suelo, con unos 140 kilómetros de diámetro, lo hacen bien visible a través de unos prismáticos. Ciertamente, no se trata de uno de los cráteres más emocionantes de observar, pero si nos fijamos en él en diferentes noches puede que notemos cómo se acerca o aleja del limbo lunar (el contorno de la Luna), delatando las oscilaciones del disco de la Luna (libración).
Pero la estrella de las tierras altas -y de toda la cara visible de nuestro satélite- es seguramente Tycho, rodeado de un distintivo sistema de marcas radiales de hasta 1.500 kilómetros de longitud -o quizá más-, que lucen esplendorosas en la Luna llena. Se trata del más joven de los grandes cráteres lunares, cuya edad de solo 108 millones de años se estimó a partir de muestras traídas en 1972 por los astronautas del Apollo 17 -la última misión tripulada a la Luna-. Durante el plenilunio y los días próximos también apreciamos claramente alrededor de Tycho, destacándolo de su aureola de rayos brillantes, un halo oscuro presumiblemente de material vítreo (fundido de impacto) originado por el inmenso calor que liberó el impacto del asteroide que excavó el cráter, fundiendo las rocas del interior y el contorno. Tycho tiene un diámetro aproximado de 85 kilómetros y una profundidad de 4,8 kilómetros, e igual que Aristarchus y Copernicus presenta la configuración clásica de un gran cráter de impacto, con paredes interiores que se derrumban formando terrazas, un fondo plano y picos montañosos en el centro. La elevación principal se alza unos 2 kilómetros sobre el fondo y destaca brillante dentro del cráter desde que recibe los primeros rayos de Sol.
En cuanto a Mare Crisium, resulta más bien pequeño en relación a la mayoría de maria, pero aun así, con un diámetro superior a medio millar de kilómetros, es un cráter enorme que podemos apreciar perfectamente a simple vista. En su interior nos encontramos con algunos cráteres bien visibles a través de cualquier telescopio, y otros no tan fáciles de ver. El suelo es bastante plano pero en él observamos una serie de pliegues sinuosos de bajo relieve, característicos de los mares lunares, que reciben el nombre en latín de dorsa (en singular: dorsum). Las muestras traídas a la Tierra por las misiones Apollo sugieren que esta, como otras grandes cuencas de impacto, tiene una antigüedad en torno a 3.900 millones de años, pero es un extremo que se ha puesto en duda últimamente y se está debatiendo sobre la manera de datar con mayor fiabilidad la cuenca Crisium. Por encontrarse próximo al limbo lunar, igual que Grimaldi pero hacia el extremo oriental, uno de los aspectos más interesantes -y el más fácil- de observar es cómo, debido a la libración, cambia su forma aparente a lo largo de la lunación desde que la Luna lleva unos tres días creciendo: unas veces lo vemos casi circular, otras más elíptico y próximo al limbo.
Hasta aquí, nuestro repaso de algunos de los principales rasgos que podemos observar en la Luna llena; sin duda, la fase lunar que más nos impresiona a primera vista, y sin embargo el peor momento para apreciar la escabrosidad del relieve. Para contemplar la verdadera magnitud de los accidentes lunares necesitamos la presencia del terminador, la línea que separa la zona iluminada de la zona en sombra, en torno al cual la luz rasante del Sol arroja sombras prolongadas, como podemos comprobar bajo este párrafo en otra foto que tomé con el mismo equipo pocos días después del plenilunio.
Sin duda, la experiencia de observar la Luna en directo a través de un telescopio o unos buenos prismáticos es cautivadora, aunque hoy en día podemos contemplarla muchísimo más de cerca e incluso por su cara oculta, como la vieran los heroicos astronautas de las misiones Apollo, gracias a sondas lunares como la Lunar Reconnaissance Orbiter, con cuyas imágenes se ha compuesto un impresionante mapa interactivo: LROC QuickMap. Por otro lado, en el sitio web del Scientific Visualization Studio de la NASA podemos, entre otras cosas, consultar el estado actual de la Luna (fase y libración) y descargar la imagen con etiquetas de algunos accidentes, o comprobar el estado en cualquier otro momento del año presente y años pasados. A propósito, la Luna no es rosa, ni roja, ni azul…. ni tampoco blanca; la Luna es más bien de color gris oscuro, algo así como el asfalto desgastado -aunque fotográficamente sí se le pueden sacar los colores, pero de eso os hablaré en otra ocasión-, con un amplio rango de matices, eso sí.
Podréis acceder al sitio web de astronatura.eu que estamos desarrollando para vosotros, sobre observación de los astros y la naturaleza. En AstroNatura nos apasiona el universo y desde aquí queremos poner a vuestra disposición nuestra experiencia, para que podáis mirarlo y fotografiarlo como nosotros mismos llevamos haciéndolo desde hace años.