No, esto no es otro artículo más para contaros historias sobre una Luna «rosa» supergrande -el título es solo el último gancho periodístico con que nos han sorprendido a los aficionados a la astronomía-; me voy a limitar a compartir con vosotros una foto de la última Luna llena (durante la madrugada del martes al miércoles, 8 de abril) que saqué con uno de mis telescopios, y daros unas pinceladas sobre algunos de los accidentes lunares más destacados que podemos observar en plenilunio con cualquier telescopio, o incluso con unos prismáticos convencionales. Para los aficionados a la fotografía, comentaré que la imagen está captada con una cámara Canon EOS 6D (full frame) acoplada a foco primario en un clásico telescopio Celestron C8 (Schmidt-Cassegrain f/10 de 8 pulgadas de diámetro), que funciona como un teleobjetivo de 2.032 milímetros de distancia focal; la foto es de una sola exposición de 1/125 segundos con ISO 50. Por cierto, la Luna se encontraba a más de 357.000 kilómetros de distancia en el momento de la captura, pasado ya su perigeo (máximo acercamiento a la Tierra en su órbita elíptica).
Pues bien, nos vamos a fijar esencialmente en los cráteres Plato, Aristarchus, Copernicus, Grimaldi y Tycho, así como el Mar de las Crisis (Mare Crisium, como se lo denomina oficialmente, en latín). Si colocamos el puntero sobre la imagen de la superluna aparecerán señalados estos puntos de interés, así como los puntos cardinales, y si pinchamos sobre ella veremos la fotografía en su tamaño original, sin recorte.
Plato, que destaca con su fondo plano y oscuro en la región superior de la cara visible de la Luna, no se llama así porque se pueda asemejar a un plato -¡aunque gracias a ello jamás olvido su nombre!-, sino que fue llamado así en honor al archiconocido filósofo de la Antigua Grecia Platón (Plato, en latín). Se trata de un vetusto cráter de unos 100 kilómetros de diámetro delimitado por paredes irregulares, que pudo formarse hace más de 3.800 millones de años. Dichas paredes presentan algunos derrumbamientos claramente visibles con telescopio y picos que llegan a elevarse hasta 2 kilómetros sobre el fondo del cráter. Plato está relleno de lava solidificada (basalto) que le da la apariencia de un gran lago negro en calma, pero si tenemos la posiblidad de poner aumentos altos en un buen telescopio cuando la luz solar incide con una inclinación favorable -no con el Sol cayendo a plomo sobre la Luna llena, sin arrojar sombras-, podemos llegar a apreciar varios cratercillos de menos de 3 kilómetros de diámetro salpicados por el suelo liso.
Al contrario que Plato, Aristarchus (Aristarco) nos llama poderosamente la atención en la Luna llena por su elevado brillo, presumiendo de ser el cráter de gran tamaño con mayor albedo (proporción de radiación reflejada). Aristarchus resplandece tanto porque es una formación joven, con una edad aproximada de 450 millones de años, y el bombardeo incesante de rayos cósmicos, viento solar y micrometeoritos no ha tenido tiempo suficiente de desgastarlo y cubrirlo de una pátina mortecina. Su contemplación al telescopio con aumentos altos resulta sencillamente espectacular: una prominente cavidad con más de 3,5 kilómetros de profundidad y unos 40 kilómetros de diámetro, de contorno casi poligonal con terrazas que descienden hasta una llanura en cuyo centro emerge una montañita, fruto del rebote del impacto que horadó el cráter, para marcar el punto más brillante de Aristarchus. Por cierto, recordemos que Aristarco fue un astrónomo de la Antigua Grecia que concibió el primer modelo heliocéntrico del que tengamos constancia, colocando el Sol en el centro del universo conocido y la Tierra orbitando a su alrededor.
Y dieciocho siglos después, Copérnico (Copernicus, en latín) formuló su teoría heliocéntrica del Sistema Solar para desterrar definitivamente nuestra concepción geocéntrica del mundo. Tal contribución a la astronomía moderna bien mereció que se diera su nombre a un cráter lunar tan formidable como Copernicus, el «ojo de la luna». Esta formación presenta un accidentado perímetro hexagonal y tiene un diámetro superior a 90 kilómetros, con sus paredes interiores dispuestas en varias terrazas hasta una profundidad próxima a 4 kilómetros respecto al borde del cráter. Sobre la zona central del suelo de Copernicus varias montañas se elevan hasta una altura superior a 1 kilómetro. Una característica red de marcas radiales enmarañadas que emanan del cráter, notablemente más claras que el terreno circundante bajo la iluminación cenital del pleniluno, delatan la excasa antigüedad de Copernicus; se trata de los materiales esparcidos en derredor de esta depresión por el violento impacto que la excavó. Su edad se estimó próxima a 800 millones de años, mediante la datación radiométrica de muestras de dicho material eyectado que fueron recogidas por la misión Apollo 12. Este cráter, junto al ya comentado Aristarchus, se localiza en el Océano de las Tormentas (Oceanus Procellarum), que como todos los mares lunares (maria) no es más que una enorme cuenca de impacto -un cráter monstruoso-, tan profunda y primitiva que afloró la roca todavía fundida del interior de la Luna temprana para rellenarla completamente de lava.
Circundando los mares lunares, como si de auténticos continentes se tratara, vemos las tierras altas o, simplemente, terrae (tierras), compuestas por materiales más claros que el basalto de los maria. Inmerso en estas tierras junto al extremo occidental del disco lunar destaca Grimaldi, un cráter antiguo muy erosionado, de escaso relive, y relleno de lava. Aunque lo veamos tan de soslayo, la oscuridad y la amplitud de su suelo, con unos 140 kilómetros de diámetro, lo hacen bien visible a través de unos prismáticos. Ciertamente, no se trata de uno de los cráteres más emocionantes de observar, pero si nos fijamos en él en diferentes noches puede que notemos cómo se acerca o aleja del limbo lunar (el contorno de la Luna), delatando las oscilaciones del disco de la Luna (libración).
Pero la estrella de las tierras altas -y de toda la cara visible de nuestro satélite- es seguramente Tycho, rodeado de un distintivo sistema de marcas radiales de hasta 1.500 kilómetros de longitud -o quizá más-, que lucen esplendorosas en la Luna llena. Se trata del más joven de los grandes cráteres lunares, cuya edad de solo 108 millones de años se estimó a partir de muestras traídas en 1972 por los astronautas del Apollo 17 -la última misión tripulada a la Luna-. Durante el plenilunio y los días próximos también apreciamos claramente alrededor de Tycho, destacándolo de su aureola de rayos brillantes, un halo oscuro presumiblemente de material vítreo (fundido de impacto) originado por el inmenso calor que liberó el impacto del asteroide que excavó el cráter, fundiendo las rocas del interior y el contorno. Tycho tiene un diámetro aproximado de 85 kilómetros y una profundidad de 4,8 kilómetros, e igual que Aristarchus y Copernicus presenta la configuración clásica de un gran cráter de impacto, con paredes interiores que se derrumban formando terrazas, un fondo plano y picos montañosos en el centro. La elevación principal se alza unos 2 kilómetros sobre el fondo y destaca brillante dentro del cráter desde que recibe los primeros rayos de Sol.
En cuanto a Mare Crisium, resulta más bien pequeño en relación a la mayoría de maria, pero aun así, con un diámetro superior a medio millar de kilómetros, es un cráter enorme que podemos apreciar perfectamente a simple vista. En su interior nos encontramos con algunos cráteres bien visibles a través de cualquier telescopio, y otros no tan fáciles de ver. El suelo es bastante plano pero en él observamos una serie de pliegues sinuosos de bajo relieve, característicos de los mares lunares, que reciben el nombre en latín de dorsa (en singular: dorsum). Las muestras traídas a la Tierra por las misiones Apollo sugieren que esta, como otras grandes cuencas de impacto, tiene una antigüedad en torno a 3.900 millones de años, pero es un extremo que se ha puesto en duda últimamente y se está debatiendo sobre la manera de datar con mayor fiabilidad la cuenca Crisium. Por encontrarse próximo al limbo lunar, igual que Grimaldi pero hacia el extremo oriental, uno de los aspectos más interesantes -y el más fácil- de observar es cómo, debido a la libración, cambia su forma aparente a lo largo de la lunación desde que la Luna lleva unos tres días creciendo: unas veces lo vemos casi circular, otras más elíptico y próximo al limbo.
Hasta aquí, nuestro repaso de algunos de los principales rasgos que podemos observar en la Luna llena; sin duda, la fase lunar que más nos impresiona a primera vista, y sin embargo el peor momento para apreciar la escabrosidad del relieve. Para contemplar la verdadera magnitud de los accidentes lunares necesitamos la presencia del terminador, la línea que separa la zona iluminada de la zona en sombra, en torno al cual la luz rasante del Sol arroja sombras prolongadas, como podemos comprobar bajo este párrafo en otra foto que tomé con el mismo equipo pocos días después del plenilunio.
Sin duda, la experiencia de observar la Luna en directo a través de un telescopio o unos buenos prismáticos es cautivadora, aunque hoy en día podemos contemplarla muchísimo más de cerca e incluso por su cara oculta, como la vieran los heroicos astronautas de las misiones Apollo, gracias a sondas lunares como la Lunar Reconnaissance Orbiter, con cuyas imágenes se ha compuesto un impresionante mapa interactivo: LROC QuickMap. Por otro lado, en el sitio web del Scientific Visualization Studio de la NASA podemos, entre otras cosas, consultar el estado actual de la Luna (fase y libración) y descargar la imagen con etiquetas de algunos accidentes, o comprobar el estado en cualquier otro momento del año presente y años pasados. A propósito, la Luna no es rosa, ni roja, ni azul…. ni tampoco blanca; la Luna es más bien de color gris oscuro, algo así como el asfalto desgastado -aunque fotográficamente sí se le pueden sacar los colores, pero de eso os hablaré en otra ocasión-, con un amplio rango de matices, eso sí.